domingo, 14 de septiembre de 2008

El descubrimiento



El agua acariciaba mi rostro a la vez que sentía la ligereza de mi cuerpo dentro de esa masa líquida con una sensación casi olvidada y me descubrí sonriendo al comparar ese momento con mis primeros años de natación... ¡Que diferente a lo que sentía ahora! En aquel tiempo el temor se había apoderado de mí la primera y las veces siguientes en que mi madre me llevaba a las clases para aprender a nadar.

Tenía siete años y recuerdo bien como lloraba para no ir, aunque el primer día tenía la ilusión de la novedad, he de reconocer que todas las veces posteriores fueron terribles para mí y supongo que aun peor para mi madre que con una determinación más firme que mi negativa y mis rabietas me arrastraba, literalmente, hasta las clases donde me dejaba durante una hora de ese día espantoso de la semana.

Yo no lograba entender como mi madre, que no sabía nadar, se empeñara en que yo aprendiera; total, la veía como a una persona normal a la que no le hacía ninguna falta aquella carencia.

Un día me explicó una historia que logró cambiar por completo mi actitud... o quizá ya entonces le estuviera comenzando a coger gusto a las brazadas, al zambullirme o al moverme con ligereza aunque con energía dentro del agua. Me habló de Luis, un antiguo compañero de escuela que había estudiado con ella.

-A los siete años, tal como tú ahora- Comenzó así su relato- su madre lo apuntó en clases de natación. Era el único de la clase que iba, y todos veíamos como su madre tenía que llevarlo casi a rastras mientras él pataleaba y lloraba pidiendo que lo dejara en el colegio con nosotros. Duró así casi un año hasta que un día, no sé si por resignación o porque ya le gustaba, dejó de llorar. Pasado algún tiempo ya sabía nadar perfectamente y su madre le preguntó si quería continuar a lo cual Luís dijo que sí. Luego vinieron las competiciones y muchas de ellas fueron premiadas con una medalla de oro, de plata o de bronce-.

Mi madre terminó aquí su historia y yo me quedé pensando en sus palabras viendo a mi madre con su mirada paciente, tal vez agotando un último recurso para darme a entender que era normal sentir temor pero que este se supera con la perseverancia.

La vez siguiente ya no lloré, aunque seguía sintiendo temor, fue desde entonces cuando comencé a disfrutar. Al acabar la clase salía alegre y hablaba de mis progresos. Pasaron los años y un día en que ya sabía nadar mi madre me preguntó si quería continuar. Dije que no.

-Sólo quería que aprendieras a nadar- Respondió mi madre con una sonrisa. -Ahora puedes dedicar tu tiempo a lo que desees-

Años más tarde acabé la carrera de biología. Nunca fui campeona de natación pero salí ganando... aprendí a nadar y también aprendí a lograr metas con constancia y esfuerzo.

Hoy, en el agua, recuerdo el primer día, los días siguientes y sobre todo aquel año en que al terminar el curso pasé por el despacho de mi entrenador de natación para despedirme. Había ido muchas veces a aquel despacho al que miraba sin ver, pero ese día tal vez por la nostalgia, ví las medallas que descansaban dentro de una estantería acristalada junto con viejos recortes de periódico y algunas fotos de mi entrenador sonriente y algo más joven. Entonces reparé en su nombre, Luis Rivera, y recordé el relato de mi madre.

En aquel momento sonreí, tal como lo hago ahora.


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