jueves, 12 de julio de 2012


El cuadro.

La llegada de la máquina a la Estación de Saint Lazare era anunciada con un rugido feroz acompañada del humo que parecía envolverlo todo como en una especie de neblina, primero muy densa para, a continuación, irse difuminando mientras, en los andenes, las personas esperaban a que el ferrocarril se detuviera del todo.

Allí estaba Jean, esperando simplemente, mirando como se iba deteniendo ese monstruo al que no acababa de acostumbrarse. Luego veía salir a la gente de camino a la gran metrópoli de calles anchas y rectas, con perspectivas abiertas: una ciudad moderna, criticada por unos y elogiada por otros, pero  que los entendidos  comenzaban a llamar el París de Haussmann. 

Después de ese breve espectáculo, Jean salía de la estación y continuaba el trayecto hasta su casa. Allí nadie lo esperaba., así que, él mismo, se había creado esa rutina de ver la entrada del tren en la estación,  lo cual le confería la idea de que algo imprevisto podría pasar: gente que llegaba, personas con deseos de marchar, prisas, esperas, todo demostraba que la ciudad estaba en movimiento.

Atrás había quedado la tranquilidad aparente de las sinuosas calles medievales y su  romanticismo. Ahora, en cambio, se abrían  paso las imponentes fachadas enmarcando las majestuosas  vías y bulevares, y el bullicio de personas transitando y haciendo uso de ese nuevo espacio.

Jean comenzó a cruzar el puente de Europa y se detuvo casi en la mitad como solía hacerlo cada vez que pasaba por allí: descansando sobre la grandiosa estructura de hierro, y  mirando a lo lejos: la estación, la ciudad, la multitud...

Podía permanecer horas allí dejando vagar la vista  y a la vez sumirse en sus pensamientos: nunca había notado tanta gente a su alrededor moviéndose de un lado a otro pero, paradójicamente, ¡Qué solo se sentía! 

Sus pensamientos lo llevaron a recordar algo que había oído recientemente: esos días daba comienzo la segunda exposición de un grupo de pintores cuyas obras habían sido rechazadas en  el Salón Oficial de la Academia de Bellas Artes. La primera exposición había tenido lugar dos años antes y él no había asistido. Esta vez, en cambio, no quería perdérsela; así que esa tarde de primavera fue caminando, desde donde estaba,  hasta la galería de la calle Le Peletier. Al inicio de dicha calle, divisó entre las fachadas  una edificación  en la que en letras grandes se anunciaba:  «Exposition de peinture». 

Esperaba encontrar poca gente y se sorprendió cuando vio que eran muchas las personas interesadas en ese grupo de pintores al que la crítica estaba atacando tan duramente.

Al entrar en el Salón, Jean fue golpeado por las manchas y trazos enérgicos y vivos colores de las pinturas expuestas. 

Eran los cuadros de diecinueve participantes, menos que en la exposición anterior; pero este hecho le era del todo indiferente  a Jean, le gustaba  lo que tenía ante él, así que empezó su recorrido por  la Sala dispuesto a disfrutar. Inmediatamente,  se sintió atraído por las obras de uno de los artistas en particular  y, especialmente, por un cuadro  en concreto en el que se plasmaba el puente de Europa.

La estructura de hierro estaba representada de una manera peculiar, lo cual le confería todo el protagonismo. Pensó cuántas veces había recorrido ese puente y cuántas horas había pasado allí  con sus pensamientos  al margen de todo, mientras contemplaba el horizonte o caía en sus propias ensoñaciones.

Los colores utilizados eran nítidos, limpios;  la perspectiva, inusual: un ángulo casi de vértigo que resaltaba y engrandecía la estructura  y, por último, pocos personajes que aparecían sólo como la excusa o referencia para hacer comprender la proporción de las dimensiones del puente con respecto a la escala humana. 

Una pareja elegantemente ataviada, entretenida en una conversación muda para el espectador, un perro, sin dueño, integrado en el contexto y finalmente un hombre vestido modestamente apoyado en la baranda, dando la espada a los demás, mirando a lo lejos, complementaban la escena, integrándose a la composición como meros elementos accesorios.

Jean, con ojos como platos, no pudo dejar de acercarse, con  toda seguridad,  más de lo debido, al reconocer en ese hombre solitario, que apoyaba los brazos en la estructura imponente:  sus ropas,  su figura y sus gestos; descubriendo, con sorpresa, que era él.

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