sábado, 22 de noviembre de 2008

Día tras día


A veces el destino nos hace una mala jugada, dejándonos una sensación extraña y la interrogante de si realmente somos nosotros quienes hacemos nuestra vida y la dominamos tal como queremos o ésta se vale de pequeños artilugios para decir "No, esto no depende de ti, ha de suceder de esta manera". Pero muchas veces sorprende el hecho de hacerse evidente en cosas pequeñas, en detalles que casi pasan desapercibidos y que están relacionados con la cotidianidad. Son circunstancias que surgen en determinado momento de la vida haciéndonos reflexionar y hasta cambiar una forma de actuar, un hábito...una ilusión.

Así le sucedió al señor Pier.

El señor Pier era un extranjero. Había llegado al nuevo mundo hacia los años sesenta, en aquel tiempo en que miles de inmigrantes salieron de sus países con la idea de buscar una vida mejor. Eran jóvenes llenos de esperanza, de ilusiones en un futuro grande en cualquier lugar lejos de su Patria donde conseguirían lo que ésta no les diera ni les daría nunca.

Esta misma idea impulsó al entonces joven Pier a dejar a sus seres queridos.

Quería probar suerte, hacer fortuna, cambiar de vida con el fin de superarse y lograr un mejor porvenir para él y para su familia.

Pier siempre estaba alegre y tenía esa vena fuerte que deben tener los aventureros para no dejar helar la sangre ante cosas que a otros paralizarían.

Salió de su país una mañana soleada, mirando todo aquello que dejaba, sabiendo que no lo volvería a ver. El barco se alejaba lentamente de la orilla desplegando una estela blanca y creando la falsa ilusión de que, de alguna manera, unía el barco al muelle dejado.

Divisó a su familia y, a un lado, triste y solitaria, pero más hermosa que nunca, a Gracia: su esposa. Quedaba con la promesa de que algún día cuando él se estableciera se reunirían.

Lo que sintió en lo que pareció un interminable viaje, no es tarea fácil de describir, es una especie de emoción y curiosidad por las cosas nuevas que se van a encontrar pero también mucha tristeza por lo que se queda, se deja parte de uno mismo en el sitio dejado y a la vez se es consciente que, de regresar, no se será nunca más el que se fue, ese otro será un desconocido que te mirará con desdén, tal vez te censure y seguramente estará en desacuerdo con gran parte de tus ideas.

Después de muchos días vislumbró a lo lejos una franja de tierra: variedad infinita de colores ocres y verdes; anchura, grandeza y belleza ilimitada: Sudamérica.

Se estableció en un pequeño pueblo de clima frío y altas montañas, donde la gente lo acogió con amabilidad, aunque con reserva; consiguió empleo en una panadería donde trabajó arduamente para traer a su esposa y para pagar una pequeña casa, la cual primero alquiló y más tarde logró comprar. Años más tarde abriría su propia panadería.

Había un sueño que siempre había acompañado al señor Pier: desde que se estableció, día tras día, antes de comenzar con su trabajo, compraba un billete de lotería. Era un ritual, se levantaba temprano, desayunaba, luego salía de su casa y caminaba hasta la venta de periódicos donde, después de comprar la prensa local, preguntaba que número había salido el día anterior y luego compraba su número, siempre el mismo, diciéndose "algún día ganaré"

Pasó el tiempo, los días, los meses, los años; el número no salía, pero todos los días sin excepción, por muy mal tiempo que hiciese, o por mucho trabajo que tuviese que hacer, el señor Pier lo compraba y le decía a Gracia, a sus hijos y a sus amigos: -Algún día tendrá que salir-." Y se reía con esa risa suya alegre, bonachona y contagiosa.

Una mañana de junio, después de tomar su desayuno, se disponía a irse a su trabajo, cuando un fuerte dolor lo impidió. Llamó a su esposa, quien acudió pronto a su lado, él miró sus ojos grises y sintió que el mundo daba vueltas a su alrededor, mientras que un dolor intenso en el pecho hacía imposible articular palabra alguna.

Entre Gracia y sus hijos llevaron al señor Pier a la clínica más cercana. Había sufrido un infarto, pero se recuperaría.

Pasó el día y la noche entre exámenes cuidados de médicos y enfermeras. Su familia no se alejó ni un momento de la sala de espera y acudieron muchos amigos preocupados por su salud y deseando su mejoría. Llegó la mañana y, con ella, la buena noticia, había pasado el peligro, pronto podría regresar a casa y, con cuidados, podría llevar una vida normal.

Gracia entró en la habitación donde estaba el señor Pier, pálido, con unos años más que apenas el día anterior, él se volvió a mirarla, le sonrió y antes de decir cualquier cosa y como si conociera la respuesta preguntó -¿Qué número ha salido ayer? - A lo que Gracia respondió sin dudar -Ha salido tu número-.

El señor Pier la miró unos instantes, luego miró a través de la ventana que daba a un jardín. Las cortinas habían sido abiertas hacía apenas un momento y ya el sol comenzaba a inundar la habitación con su luz. Él sonrió una vez más y volviéndose a mirarla le dijo: "-Definitivamente, no era para mí-"

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